Es inmensa la soledad de la noche y yo necesito tanto amarte. Dónde estás, querida, no te encuentro. Estoy sentado, miro alrededor, delante, detrás, no hay nada que mirar frente a mí. Ni las molduras tiernas del viaje me reaniman. Estoy enamorado, de la carretera—le dije—y salí muy rápido, con el tiempo bueno para caminar, para pensarte conmigo, alejándonos de todos, los dos solos, yo. Los sonidos de la autopista en silencio, los ojos tristes, los pies animosos. Llegué a casa, aquí, a sentarme buscando señales tuyas, y sólo las hallé en el recuerdo. Entonces empecé a nutrirme de tu silencio, suave de arena, de tu silencio en que yo no estoy, no estuve. En donde no estaba presente, porque... disculpa, querida, no sé la palabra adecuada, la que iría encima de estas. Quizá ya estoy chocheando, o será esta residencia de silencio que es la noche. Siempre tenemos muchas cosas dentro que queremos decir y con el ruido no lo conseguimos. El perro ladra fuerte. Ahora se calla, vuelve el silencio y tu recuerdo me avallasa. A veces es bueno poder oír el ruido del tráfico, aunque sea poco, porque está lejos, y esa lejanía atenúa mis pensamientos hacia ti, me desconcentra, y las palabras cambian. Me gustaría tenerte aquí y decírtelas de golpe, me gustaría tanto decirte, quejarme. Es de noche, me gustaría. Hay silencio en el mundo, dos personas que se conocieran ahora, en la noche, podrían decírselo todo, y tú no estás querida, me quedo escribiendo solo, leyendo Bahía Inútil, mirando los retratos oscurecidos de la casa; viendo cómo la oscuridad se lleva la vida de las cosas, todo lo que nos hace reales, y, a pesar de todo, por alguna magia yo puedo, aún sin ojos, mirar tu figura, sentirla en mi cuerpo, y en mis manos secas como los cerros que añoran la lluvia, y es que este tiempo se ha tardado en mojar las superficies, los pavimentos, ojalá llegues con el agua, querida, si no que vengas de alguna manera. Te extraño.
viernes, 14 de marzo de 2008
Conexiones
Tengo que despensarte, querida, ya sé, dirás que eso no existe, que uno no puede un día dejar de pensar. Olvido diariamente, desahogos, dichas, la tibieza de los años de juventud. Ahora, los signos de la decrepitud maceran mi piel. Mis ojos son pictogramas. Símbolos son el cielo, el día en que levantas el vuelo. Pequeñas alegrías. Esquivo del tiempo. Permanezco como las estatuillas de las iglesias de pueblos. Ídolos policromados, vestidos con mantos polvosos, con ojos bien abiertos, terrible mirada ausente que atestigua su tragedia: el olvido. Pero ellos no pueden verse, aunque observan la totalidad del espacio. El espacio no es tan grande, es sólo un intermediario. Tú fuiste todo el espacio, ahora me has dejado mirar la naturaleza, y qué me ha quedado: sólo el fragor de las ramas de los árboles, los cielos estrellados, los azules de la sierra, pero a mí eso de qué me sirve. Si estaba bien en la prisión de tus ojos, en las cadenas que eran tus piernas y tus manos. De qué me sirve el ancho paisaje que se revela ante mí, divinidad celosa, vete, no te quiero. Si en tu cabello estaban todos los corales del mundo, todas las esferas mágicas donde quedaba imantado. Esta alegría parece una maldición, esta calma perfecta de los atardeceres, este ver llegar otra vez la noche, hermosa, sin que tu sombra agujere los lánguidos caminos.