lunes, 31 de marzo de 2008

Nada

Es inmensa la soledad de la noche y yo necesito tanto amarte. Dónde estás, querida, no te encuentro. Estoy sentado, miro alrededor, delante, detrás, no hay nada que mirar frente a mí. Ni las molduras tiernas del viaje me reaniman. Estoy enamorado, de la carretera—le dije—y salí muy rápido, con el tiempo bueno para caminar, para pensarte conmigo, alejándonos de todos, los dos solos, yo. Los sonidos de la autopista en silencio, los ojos tristes, los pies animosos. Llegué a casa, aquí, a sentarme buscando señales tuyas, y sólo las hallé en el recuerdo. Entonces empecé a nutrirme de tu silencio, suave de arena, de tu silencio en que yo no estoy, no estuve. En donde no estaba presente, porque... disculpa, querida, no sé la palabra adecuada, la que iría encima de estas. Quizá ya estoy chocheando, o será esta residencia de silencio que es la noche. Siempre tenemos muchas cosas dentro que queremos decir y con el ruido no lo conseguimos. El perro ladra fuerte. Ahora se calla, vuelve el silencio y tu recuerdo me avallasa. A veces es bueno poder oír el ruido del tráfico, aunque sea poco, porque está lejos, y esa lejanía atenúa mis pensamientos hacia ti, me desconcentra, y las palabras cambian. Me gustaría tenerte aquí y decírtelas de golpe, me gustaría tanto decirte, quejarme. Es de noche, me gustaría. Hay silencio en el mundo, dos personas que se conocieran ahora, en la noche, podrían decírselo todo, y tú no estás querida, me quedo escribiendo solo, leyendo Bahía Inútil, mirando los retratos oscurecidos de la casa; viendo cómo la oscuridad se lleva la vida de las cosas, todo lo que nos hace reales, y, a pesar de todo, por alguna magia yo puedo, aún sin ojos, mirar tu figura, sentirla en mi cuerpo, y en mis manos secas como los cerros que añoran la lluvia, y es que este tiempo se ha tardado en mojar las superficies, los pavimentos, ojalá llegues con el agua, querida, si no que vengas de alguna manera. Te extraño.

viernes, 14 de marzo de 2008

Conexiones

Tengo que despensarte, querida, ya sé, dirás que eso no existe, que uno no puede un día dejar de pensar. Olvido diariamente, desahogos, dichas, la tibieza de los años de juventud. Ahora, los signos de la decrepitud maceran mi piel. Mis ojos son pictogramas. Símbolos son el cielo, el día en que levantas el vuelo. Pequeñas alegrías. Esquivo del tiempo. Permanezco como las estatuillas de las iglesias de pueblos. Ídolos policromados, vestidos con mantos polvosos, con ojos bien abiertos, terrible mirada ausente que atestigua su tragedia: el olvido. Pero ellos no pueden verse, aunque observan la totalidad del espacio. El espacio no es tan grande, es sólo un intermediario. Tú fuiste todo el espacio, ahora me has dejado mirar la naturaleza, y qué me ha quedado: sólo el fragor de las ramas de los árboles, los cielos estrellados, los azules de la sierra, pero a mí eso de qué me sirve. Si estaba bien en la prisión de tus ojos, en las cadenas que eran tus piernas y tus manos. De qué me sirve el ancho paisaje que se revela ante mí, divinidad celosa, vete, no te quiero. Si en tu cabello estaban todos los corales del mundo, todas las esferas mágicas donde quedaba imantado. Esta alegría parece una maldición, esta calma perfecta de los atardeceres, este ver llegar otra vez la noche, hermosa, sin que tu sombra agujere los lánguidos caminos.

jueves, 6 de marzo de 2008

Vienés

Me tomo un café en este a veces que me queda. Resabio del día que termina. Marzo de nuevo, querida, y no hay cafés donde podamos citarnos. Mi frente es una superficie húmeda, padece el sudor, parecido al nerviosismo y la ansía de esperarte en la sillita de algún café, escogido delicadamente para hallarme contigo, ¿te acuerdas? Pero no, la cosa no va así, preciso de que me alcances un paño para refrescarme. ¿Dónde tú estás? En este instante, si es que dicen que son precisos. El olor a café es un sueño en el que puedo mirarte: estás tan cerca, lúcida, y llevas los ojos delineados, bien bonitos; suspiro y esto me cuento sentado. Veo al dependiente que me acecha, se van los últimos parroquianos. El vidrio permite que me vean los que pasan. Si no te reconociera en mis pensamientos pensaría que eres uno de ellos, caminantes crípticos. Me gustaría alcanzarlos, hablarles y escuchar sus diversos acentos, tal vez alguno asemeje el tono de tu voz, ese timbre tierno que me aplacaba en los días de fieras. Pero no, me quedo tras las bambalinas de mis notas, buscándote inanimada entre las hojas de mis cuadernos como las caricias que le daba a su escultura Pigmalión. Insatisfecho, desdichado por tu falta, levanto la taza del café, tan bueno que es con nata y güisqui, o negro, solamente, a grano, puro mi querida, qué falta me hace acá. Inútil, estiro los brazos, te abrazo.