Me tomo un café en este a veces que me queda. Resabio del día que termina. Marzo de nuevo, querida, y no hay cafés donde podamos citarnos. Mi frente es una superficie húmeda, padece el sudor, parecido al nerviosismo y la ansía de esperarte en la sillita de algún café, escogido delicadamente para hallarme contigo, ¿te acuerdas? Pero no, la cosa no va así, preciso de que me alcances un paño para refrescarme. ¿Dónde tú estás? En este instante, si es que dicen que son precisos. El olor a café es un sueño en el que puedo mirarte: estás tan cerca, lúcida, y llevas los ojos delineados, bien bonitos; suspiro y esto me cuento sentado. Veo al dependiente que me acecha, se van los últimos parroquianos. El vidrio permite que me vean los que pasan. Si no te reconociera en mis pensamientos pensaría que eres uno de ellos, caminantes crípticos. Me gustaría alcanzarlos, hablarles y escuchar sus diversos acentos, tal vez alguno asemeje el tono de tu voz, ese timbre tierno que me aplacaba en los días de fieras. Pero no, me quedo tras las bambalinas de mis notas, buscándote inanimada entre las hojas de mis cuadernos como las caricias que le daba a su escultura Pigmalión. Insatisfecho, desdichado por tu falta, levanto la taza del café, tan bueno que es con nata y güisqui, o negro, solamente, a grano, puro mi querida, qué falta me hace acá. Inútil, estiro los brazos, te abrazo.
jueves, 6 de marzo de 2008
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