Querida ha empezado la lluvia en la ciudad. Las nubes explotan por las tardes y dejan el suelo mojadito. Hoy he tenido la suerte de que éste estuviera seco y así pude caminar un poco más antes de llegar a la casa. Me entraron muchas ganas de caminar y dejarme acompañar por los ruidos espaciados del avance de coches, por los pasos detrás de los míos: tus ecos. No dejan de asombrarme las sombras y quise dibujarlas, como antes cuando caminábamos juntos. Me acuerdo de ese aguacero que nos arrellanó bajo el toldo, en Polanco, tú estabas tan fresca, con la piel tibia, habías salido de tus clases de natación, me decías que uno debía hacer por lo menos una hora de nado al día, tú hacías dos; pero ese día nos empapamos y toda tu belleza se transformó en pureza, el agua entrando por tus diminutos poros, resbalando por tu cabello y tu boca. Yo tenía sed -te dije- y tú me diste un beso largo, que me provocó un temblor, una emoción que anulaba días pasados e intensos. Qué distintas las visiones, cómo iba a saber que tus ojos, cada que me miraban, anulaban esa realidad, esa sensación breve de inmortalidad. Cada tiempo a tu lado devino en este momento, en este cruzar con precaución la avenida, en este minuto que pasa escribiéndote. Lluvias que lavan, lluvias atroces, hacen irregulares mis recuerdos. Querida, es este tiempo que llega siempre, la noche en la que espero.
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