Siempre escribiéndote de aquí, querida. Ha empezado la mañana, desde que salí de casa vi las nubes tapar la cima de las montañas. Cuando me pongo nostálgico, camino en dirección a ellas, cruzo las estrechas franjas de calles del pueblo para llegar hasta donde el viento hace remolinos. La visión de los cerros al alcance de mis pasos y mis manos, me inclinan hacia ti, querida, tan asible pero a un mundo de distancia, de riesgos frecuentes. Este punto que no gira. Pienso que el viento que me atraviesa las manos, es el mismo que esperaba de niño, y a aquel cuando estabas a mi lado. Creo reconocerlo cuando mesa mi escaso cabello, el silencioso tronar en mi frente como un beso tuyo que se pierde a lo lejos de esa ladera. Si cierro los ojos y dejo que mi memoria mire, puedo verte a ti, en montañas y mares, en pavimentos de estaño, en las luces de la ciudad, cuando en ella la lluvia les había dejado un triste iluminar. Puedo ver tu cabello por donde pasaban mis caricias y la familia de mis dedos. Contigo estaba en casa. Entreveo tu silueta. Me gustaba sentarme allí, en silencio, a sólo mirarte, a contemplar la luz del día en tu sonrisa, las sombras de las nubes en tu cuerpo, cuando extendías en la tierra tu delicada figura, y con el cielo enfrente, escribías un mensaje de deseos, que iba descendiendo en la profundidad del espacio. Ahora no estás, querida, abro los ojos y existe la montaña, pero pienso que ella une con sus manos de tierra las existencias que me ha tocado vivir a tu lado. No es extraño el rumbo del viento que llega aquí, desde donde tú estás, a Chilpancingo. Los antiguos señores decían que soplaba más, que abundaba mucho, y en los solares y descampados, confluían las corrientes y su choque era bello y peligroso. Había tornados—los imagino diminutos—y remolinos acerados.
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