miércoles, 1 de agosto de 2007

Aire

Siempre escribiéndote de aquí, querida. Ha empezado la mañana, desde que salí de casa vi las nubes tapar la cima de las montañas. Cuando me pongo nostálgico, camino en dirección a ellas, cruzo las estrechas franjas de calles del pueblo para llegar hasta donde el viento hace remolinos. La visión de los cerros al alcance de mis pasos y mis manos, me inclinan hacia ti, querida, tan asible pero a un mundo de distancia, de riesgos frecuentes. Este punto que no gira. Pienso que el viento que me atraviesa las manos, es el mismo que esperaba de niño, y a aquel cuando estabas a mi lado. Creo reconocerlo cuando mesa mi escaso cabello, el silencioso tronar en mi frente como un beso tuyo que se pierde a lo lejos de esa ladera. Si cierro los ojos y dejo que mi memoria mire, puedo verte a ti, en montañas y mares, en pavimentos de estaño, en las luces de la ciudad, cuando en ella la lluvia les había dejado un triste iluminar. Puedo ver tu cabello por donde pasaban mis caricias y la familia de mis dedos. Contigo estaba en casa. Entreveo tu silueta. Me gustaba sentarme allí, en silencio, a sólo mirarte, a contemplar la luz del día en tu sonrisa, las sombras de las nubes en tu cuerpo, cuando extendías en la tierra tu delicada figura, y con el cielo enfrente, escribías un mensaje de deseos, que iba descendiendo en la profundidad del espacio. Ahora no estás, querida, abro los ojos y existe la montaña, pero pienso que ella une con sus manos de tierra las existencias que me ha tocado vivir a tu lado. No es extraño el rumbo del viento que llega aquí, desde donde tú estás, a Chilpancingo. Los antiguos señores decían que soplaba más, que abundaba mucho, y en los solares y descampados, confluían las corrientes y su choque era bello y peligroso. Había tornados—los imagino diminutos—y remolinos acerados.

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