Tengo que despensarte, querida, ya sé, dirás que eso no existe, que uno no puede un día dejar de pensar. Olvido diariamente, desahogos, dichas, la tibieza de los años de juventud. Ahora, los signos de la decrepitud maceran mi piel. Mis ojos son pictogramas. Símbolos son el cielo, el día en que levantas el vuelo. Pequeñas alegrías. Esquivo del tiempo. Permanezco como las estatuillas de las iglesias de pueblos. Ídolos policromados, vestidos con mantos polvosos, con ojos bien abiertos, terrible mirada ausente que atestigua su tragedia: el olvido. Pero ellos no pueden verse, aunque observan la totalidad del espacio. El espacio no es tan grande, es sólo un intermediario. Tú fuiste todo el espacio, ahora me has dejado mirar la naturaleza, y qué me ha quedado: sólo el fragor de las ramas de los árboles, los cielos estrellados, los azules de la sierra, pero a mí eso de qué me sirve. Si estaba bien en la prisión de tus ojos, en las cadenas que eran tus piernas y tus manos. De qué me sirve el ancho paisaje que se revela ante mí, divinidad celosa, vete, no te quiero. Si en tu cabello estaban todos los corales del mundo, todas las esferas mágicas donde quedaba imantado. Esta alegría parece una maldición, esta calma perfecta de los atardeceres, este ver llegar otra vez la noche, hermosa, sin que tu sombra agujere los lánguidos caminos.
viernes, 14 de marzo de 2008
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1 comentario:
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