Son más los años que han pasado que los inciertos que vendrán: es más la vida la que rodea a la muerte, querida. De mis restos vivo. La memoria es ese regreso imposible. Pero yo te traigo a mí para sostener todas las voces. No hay futuro no hay nada más allá de la última sílaba que escribo. Ahora mismo provoco este pasar incierto de los ojos por las palabras y detrás de cada uno está tu rostro y aquellos lugares distantes—a pesar de su insistencia en los documentos. No hay fotografía tuya para llevarla conmigo en un camafeo como esos héroes antiguos. Espero, vivo seduciendo a las horas y a veces cuando la tierra se cubre toda de estrellas ya no sé qué esperar. Miro mis pasos torpes y en esos rastros la única huella que hay de ti es el silencio inmenso del mundo. Mis días acaban, acabarán y siempre, en cada uno de ellos hasta mi último aliento te revelaras ungiéndome con tu beso imposible mi cuerpo, destinado a padecer los calabozos de la tierra.
viernes, 9 de diciembre de 2011
Cuando la batalla se hace rutina
Querida mis horas están contadas por relojes antiguos. Soportes de la memoria que escrutan toda parte de mí. La ciudad es depósito de cada artefacto consumido por el polvo y la novedad. Detesto lo nuevo, tal vez porque en cada nuevo oleaje no llegas, sólo espumas que se extinguen al contacto con la tierra con mi piel. Querida, la ciudad se alimenta de la espontaneidad que han programado sus habitantes, se llena de vagas luces que revelan su futilidad con el rayo de sol, tú dime, qué luz puede igualar a ese astro, el único sombrero que no he perdido en la rutina de la batalla. Al mirar esos parpadeos en la noche sólo pienso en ti y siento como si me quemaran los ojos. Cada color que brilla desaparece los puntos oscuros de la noche y esos para mí son hermosos: lunares de tu piel amada que me eriza la vida ante el peligro inminente de no saber de ti.