Querida mis horas están contadas por relojes antiguos. Soportes de la memoria que escrutan toda parte de mí. La ciudad es depósito de cada artefacto consumido por el polvo y la novedad. Detesto lo nuevo, tal vez porque en cada nuevo oleaje no llegas, sólo espumas que se extinguen al contacto con la tierra con mi piel. Querida, la ciudad se alimenta de la espontaneidad que han programado sus habitantes, se llena de vagas luces que revelan su futilidad con el rayo de sol, tú dime, qué luz puede igualar a ese astro, el único sombrero que no he perdido en la rutina de la batalla. Al mirar esos parpadeos en la noche sólo pienso en ti y siento como si me quemaran los ojos. Cada color que brilla desaparece los puntos oscuros de la noche y esos para mí son hermosos: lunares de tu piel amada que me eriza la vida ante el peligro inminente de no saber de ti.
viernes, 9 de diciembre de 2011
Cuando la batalla se hace rutina
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