lunes, 14 de mayo de 2007

Inconclusa

Nos instalamos en la casita de playa, aunque esta vez no entré al mar. Llegamos temprano, para nosotros, y las horas volaban como esas aves que buscaban el alimento que arrojaban las olas, y entre los restos de comida de alegrías nubladas por la noche anterior. Cómo me gustaría saber el nombre de todas las cosas—pensaba—de las cosas bonitas y alegres, de todos los árboles y objetos, y escribirlas en un papel común, donde tus ojos pudieran verlas. Todas ellas, regadas, trenzadas como si fueran cabello de muchacha indígena, enlistonadas con cien mil colores. Escribirlas en cartas, en bitácoras gastadas, en pentagramas, en cuadernos y en la copa de los árboles más altos para que a lo mejor alcanzaras a verlas. Tal vez tan grandes como este paisaje que tienen a mis ojos de esclavos, y sí, estirar de alguna manera las manos y agarrarlo, ponerlo encima de mi cabeza para que estuvieras aquí. Porque entrar al agua salada solo no es algo que me apetece, pensarlo me entristece, quizá si tú te sumergieras como en mis pensamientos, que nadaras como lo has hecho en mis piernas, no sé...

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