Te acuerdas querida, no, creo que no te lo dije. La primera vez que te invite a salir fui de compras. Era tarde, y tú venías saliendo y yo regresaba de comer. La calle estaba partida a la mitad, las baldosas y piedras que salían de su entraña se acumulaban en las banquetas y sólo quedaba un pasillo por donde pasar. Y tuve mucha suerte. Surgiste de entre todos, tan bella, más altiva y al toparme contigo fui muy feliz. —Se toma unos vinos conmigo. Tú dijiste sí, sí, mañana. No sabes cómo lo celebró mi piel, mis sentidos. Después esperaba que las horas, enemigas en muchos días, se aliaran conmigo. Yo salía de noche, cuando el viento podía circular entre las avenidas sin dificultad, y las bolsas vacías vacilaban en medio de la calle. La gente empezaba a irse, a reorganizarse, para mañana, como hormiguitas, reanudar la gastada feria del trabajo ambulante. Pero eso no me importaba, yo sabía que después de muchas caminatas, al menos por instantes, emparejaría mi destino con el tuyo; pero antes de eso, yo quería comprarme algo para estrenarlo a tu lado, tú sabes que no soy afectuoso a las cosas materiales y cuando se trata de ropa, prefiero lo más sencillo y útil. Pero esta vez era especial, un clisé que repetiría tantas veces. En la ciudad el frío precioso de las noches nos invitaba a usar otra prenda, y yo decidido pensé en comprarme un suéter para usarlo mañana. No demoré mucho en encontrarlo, mas sí, se me hizo eterna la espera de ponérmelo. Querida, después... tú sabes el resto, las palabras clasificadas, los secretos revelados, el jugo derramado, los zooms en rojo y azul, las sombras inquietas que se alargaban infinitamente, el sonido de una fuente, el color de la línea de metro en que te fuiste. Ya en la noche, muy noche, mi suéter conservaba tu aroma, tu roce, y yo imaginaba en las multipantallas del centro mirar la fina línea de tu risa.
jueves, 17 de mayo de 2007
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