Querida, estas notas son palabras que deambulan. Guardé tus cartas en mis bolsillos sucios de alcohol y de las voces pasajeras de combi y estaquitas de redilas. El viaje me ha dejado exhausto. Horas en andenes amplios y limpísimos que con la visión de un buen arquitecto bien podrían ser un albergue para vagabundos—Pero si tú eres uno de ellos. Sí, querida, tal vez en cierta manera todos somos arquitectos, perdón vagabundos, sí, qué lujo serlo, sin embargo estoy en medio. Me tocó pedir ride a un sujeto que escuchaba música de Héctor Villalobos, es la Brasiliene—me dijo, acomodándose su gorra de guacho—quince minutos de notas musicales que delineaban la orografía calentana y en la recta a Tanganhuato incrementaron mi deseo de que el lugar al que iba quedara más lejos para seguir escuchando esos sonidos. Me acercó a Tlapehuala y y con voz entrecortada me sugirió que tuviera cuidado de los halcones, yo pensé que no podría mirar el cielo a mi antojo y ver las parvadas de pájaros acróbatas, que en las tardes de estas tierras hacen extraordinarios movimientos en la pecera del aire. Me imaginé también que tal vez las esquirlas de estrellas lubricarían mis pupilas y mi llanto gotearía en esta tierra recorrida tantas veces en mi anterior infancia. Ah, no lo sé, solo descendí del camión y lo vi desaparecer en instantes anulando el presente. Este suelo que piso húmedo por el orín de borrachos y de perros se impregna en la suela de mis zapatos haciendo de mi viaje un retiro artificial. Mujeres que se empinan el refresco con afán desmesurado, el acento golpeando mis recuerdos: esas palabras que me aseguro no haber escuchado antes, sin embargo desmoronan mi resistencia y las engullo y poco a poco voy siendo parte de este contexto y de esta vida. Los colectivos llevan a numerosos habitantes que parecen huir a las ciudades donde hay más luz y no estos tres postes embadurnados de chapopote y cal que me sirven para ser a la par de ellos el único hito a la distancia. Sin duda la tarde cayendo es la llave que abre la jaula de nuestra piel y como si de nosotros saliera un animal que luego transita por las periferias de las carreteras atemorizando y resquebrajando todo a su paso. Oigo los tronidos, los chasquidos violentos al cielo como si imitáramos el estruendo, antes exclusivo a los olímpicos, y que sin embargo incrementa el deseo de salir de estos lugares. En su desesperación, ¡hasta dónde han bajado los Dioses! Yo espero sin afán y con el miedo como único compañero: mi sombra. La espera y el silencio diurnos dilatan mis pupilas y empiezo a ver con mayor claridad: las estrellas surcan como balsas del Cutzamala; el cielo más oscurecido de Tlalchapa al norponiente; al norte, en las montañas donde se originó todo: los ojos de mis abuelos se cierran a la noche de Altamirano. A lo lejos veo a la combi, única entre piedras y maleza, atravesando con luz intermitente todo el espacio a su paso. Ésta me llevara a otra parada—imagino. A otro paraje desolado en el que no conoceré el nombre de las palabras y las cosas. A donde el lenguaje de la gente me suene extranjero. Y en mí de nuevo aparezcas tú para sanarlo todo.
jueves, 13 de enero de 2011
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